Profanar es “dar trato irrespetuoso a una cosa sagrada”, y mientras seguimos celebrando la victoria irreversible de Jesucristo sobre el pecado y la muerte, y en los cuales cada celebración se encarga de recordarnos “que en su resurrección, hemos resucitado todos”, parecería un contrasentido tomar como tema de reflexión una de las 7 obras de misericordia corporales: enterrar a los muertos, ya que festejamos el triunfo de la vida.
Luego de que Jesús mismo -en el Evangelio de Mateo (25,31)- nos enseña como tema del Juicio las 6 precedentes (visitar a los enfermos, dar de comer al hambriento, dar de beber al sediento, dar posada al peregrino, vestir al desnudo y visitar a los encarcelados) viene colocada la séptima obra de misericordia corporal: enterrar a los difuntos, que completa y corona las anteriores.
Cuando se estudia Filosofía de la Historia y se trata de perfilar el punto en el cual el “hacer del hombre” da comienzo a lo que en una civilización se llama “cultura”, se señalan dos realidades presentes en el actuar humano que lo indican: enterrar a sus muertos y trasmitir a sus hijos lo que saben. Hacia adelante y hacia atrás, hacia el hoy y el mañana a los que nos sucederán y hacia aquellos de los cuales hemos venido. Es esto es precedente a lo que llamaríamos “sociedad sedentaria”.
En la antigüedad dejar insepulto a un difunto era un signo de máxima crueldad y también de venganza. El Imperio Romano, cuando quería dar una lección o escarmiento, asesinaba de manera pública y cruel y luego dejaba los cuerpos expuestos, a merced de las bestias y la burla.
José de Arimatea, en el poco tiempo restante y antes de la caída del sol, se apresura a pedirle a Pilato el cuerpo de Jesús para darle sepultura, aunque sólo fuera de forma provisional, como signo de compasión y misericordia hacia quien había muerto -que se completaría luego con los ritos judíos del lavado y perfumado del cuerpo- esto ya como veneración, respeto y despedida, antes de que el difunto se presentase ante Dios mismo, limpio de las cosas que podían haberlo ensuciado en la tierra.
En Paestum (prov. de Salerno, Italia) hace 2500 años, la tumba del “tuffatore” (el bañista) nos explica la idea pagana de la muerte: en la lápida superior está representado un joven que, solo y desnudo, desde lo alto de la montaña se lanza en un mar inmenso para desaparecer en la nada para siempre, en medio de una soledad infinita. Esta es la idea pagana que se tiene de la muerte en la Magna Grecia y en las culturas paganas precedentes al cristianismo.
En cambio, la fe judeo-cristiana, ha entendido y creído siempre a la muerte no como un final, inexorable y devastador, sino como un “paso para un encuentro” (Pèsaj-Pascua, significa eso mismo: pasar-saltar). Nada de soledades infinitas y eternas, ni desapariciones en la nada. Pasar de este mundo al Padre, saltar hasta su presencia amorosa, estar de su casa, sentarnos a su mesa, beber su vino y compartir su pan y viene a buscarnos y llama a la puerta para cenar juntos. Se trata de plenitud y de encuentro, donde Dios es todo en todos. Es parte central de nuestra fe, que después de esta vida caminamos misteriosamente -pero de manera real y concreta- hacia ese luminoso “encuentro familiar” con el Padre que ama, abraza y acaricia, con Jesús el Hijo, nuestro hermano y amigo, con el Espíritu que es la Vida y el Amor, con María la Madre que posa sobre nosotros sus ojos misericordiosos y con toda esa multitud interminable de amigos y cómplices, que son los santos y los ángeles, de todas las otras criaturas celestiales, y “con los de casa” en esa otra casa más grande que es el cielo. Re-abrazaremos y besaremos con ternura a los que hemos llorado aquí y que cuando marcharon nos faltaron tanto, dejándonos un poco más solos, y todo esto no en una
reunión en hierática, lacrimógena y solemne, sino en medio de la música y los cantos, en una alegría que no conocemos -porque estaremos de fiesta- en la fiesta de las fiestas; mucho más alegre y divertida, tal que al verla nuestras fiestas de aquí nos parecerán como un velatorio. Encima esta “fiestona del cielo”, no se termina a una hora determinada, es para siempre y sin pausas. No termina nunca. Nos fundiremos en un abrazo largamente esperado, con nuestro padre y nuestra madre, con hijos y hermanos, con los amigos, con aquella inolvidable maestra de la escuela y del jardín de infancia, con aquella catequista, con los que aprendimos a jugar y a hacer travesuras, con aquellos compañeros que el sólo recordarlos nos abre una sonrisa de oreja a oreja.
Pero hablábamos de la séptima Obra de Misericordia: enterrar a los muertos. Da la impresión que algo no está funcionando bien en nuestra sociedad, ya no sabemos trasmitir bien a nuestros hijos los valores y principios que conocemos, a veces no buscamos el tiempo para hacerlo (y entre estos valores está incluida también la fe) y desde hace un tiempo hemos empezado a no sepultar a nuestros muertos, resucitando una antigualla, disfrazada de cosa moderna. Digo antigualla porque eran cosas de tiempos pre-cristianos, o sea de hace más de 2000 años atrás.
Como todos sabemos, la Iglesia en un tiempo prohibió taxativamente la cremación de los cuerpos, sobre todo porque esto era alentado y practicado por grupos masónicos -que lo promovían como desprecio hacia la fe cristiana y a la resurrección-. Hace sólo 30 años, en 1983, Juan Pablo II aprobó nuevas normas que dicen: “Si bien es aconsejado vivamente que se conserve la piadosa costumbre de sepultar el cadáver de los difuntos, no se prohíbe la cremación, a no ser que haya sido elegida por razones contrarias a la doctrina cristiana” (CIC. 1176§3) y luego se dice que: “Los pastores han de disuadir a los fieles de prácticas desviadas relativas a las cenizas que -en lugar de enterrarlas o colocarlas en un nicho o en un columbario- se esparcen por el campo, en un río, en el mar, en el jardín de la casa, por ser contrarias a la tradición católica de respeto al cuerpo del difunto.” Esto es profanar, lo que es lo mismo que dar tratamiento irrespetuoso a lo que es sagrado.
En buen castellano el “no se prohíbe”, no quiere decir que se alienta y se acepte plenamente, sin más, simplemente que se quita un prohibición taxativa, pero ni se promueve ni se aconseja…
Pero de la cremación “no prohibida” al hecho de desparramar las cenizas hay un largo camino, sobre todo estando presente de por medio las obras de misericordia. En Italia hay una infinidad de asociaciones que nacieron para ocuparse de los enfermos y moribundos pobres y, luego, darles sepultura.
En la Santa Sede, está en elaboración un proyecto que prohibiría la celebración de las exequias a quienes tengan intención de desparramar las cenizas.
En medio del estado generalizado de confusión en el que vivimos, se hacen cosas macabras presentadas como normales, impensables para personas que entiendan estar en su sano juicio.
Pongámosle un poco de humor a la locura, para poder mirarla con otros ojos. Tomo como ejemplo una figura entrañable para todos: nuestras abuelas.
Hay empresas que se dedican a brindar servicios para, digamos, “muertes exóticas” -por llamarlo de algún modo-: asÍ se ofrece hacer collares insertando dentro de cristal las cenizas de abuelita, también floreros con las cenizas visibles a través de cristal, objetos de decoración para colocar sobre la chimenea o la mesa. Me contaba un funerario amigo que en Asturias ya se ofrece la posibilidad de colocar las cenizas junto a
cartuchos de dinamita coloreada, que luego se enciende y dispara haciendo fuegos artificiales. Claro, después de haberla quemado en el fuego y machacar sus huesos hasta pulverizarlos, a las cenizas que quedaron las unimos a la dinamita y con “abuelita” hacemos estrellitas de colores. Una agravio y un insulto a la memoria de una persona que nos amó y que hemos amado, que nos acarició y hemos acariciado.
Es claro que la sociedad actual con la muerte no sabe qué hacer, trata de esconderla y maquillarla en todas las formas imaginables, menos afrontar y buscar la verdad sobre la vida y la muerte. Dejémonos de dar vueltas y de montar circos en torno a la muerte: los muertos se sepultan, sea el cadáver o sean las cenizas. Saber el lugar donde hemos sepultado las cenizas de alguien que amamos, sea un cementerio, un columbario, el jardín de casa o bajo un árbol en medio del campo, nos permite ir a pronunciar una
oración y llevarle una flor, decirles que los extrañamos y que nos faltan, agradecerles todo lo que nos amaron. Lanzándolos al aire, al mar o al río, nos quedará la sensación de haberlos hecho desaparecer en la nada, como el joven de Paestum.
Es verdad que están caros los entierros, y que no sólo hace falta dinero para vivir con un poco de dignidad, sino también para morirse, pero eso es harina de otro saco.
D. Gustavo Riveiro.
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