Breve visión funeraria de los siglos XVII y XVIII
Detalle del cementerio de Arriondas. |
Cuando
se investiga sobre mentalidades colectivas del pasado es necesario
acudir a las fuentes -generalmente escritas- de las que pueden manar
resultados que nos ayuden a conseguir una imagen, más o menos nítida,
del sentir de nuestros antepasados ante hábitos y realidades de aquellos
grupos sociales, estamentos y ámbitos a los que pertenecieron.
Hay
una apreciable diferencia entre los medios rurales y los urbanos en
aspectos de relevancia, pero subyace en ambos casos una esencia común.
Tanto los registros notariales como los parroquiales son verdaderos
manantiales de información. Difíciles en muchos casos de escudriñar,
bien por su deficiente conservación antes del llegar al Archivo
Histórico Diocesano actual, bien por su complicada caligrafía datada
siglos atrás.
El
Concejo de Parres atesora en el archivo antes citado la mayor parte de
su documentación parroquial, al igual que en los tres archivos de los
que dispone la Casa Consistorial. Hasta en una quincena de parroquias se
puede indagar en sus antiguos libros de bautizados, casados, difuntos,
fábrica, cofradías, capillas, santuarios, padrones, censos y legajos
varios.
Desde
cuatro siglos atrás hasta nuestros días, costumbres, normas, ritos,
oficios, leyes y tantos otros aspectos de la vida han experimentado
cambios asombrosos, en la inmensa mayoría de los casos para mejorar
sobre lo que regía en aquellos pretéritos siglos.
Noviembre
parece un mes propicio para meditar sobre los usos y costumbres que
rodeaban el final irremediable de toda vida humana. A ello vamos,
partiendo de aquella documentación que sobrevivió al abandono y la
miseria. Centrándonos en los siglos XVII y XVIII -y más concretamente en
las costumbres y ritos funerarios de nuestro concejo en particular-,
pueden valorarse varios aspectos. Para ello manejamos algunos libros
que van desde 1647 hasta 1789.
Necrópolis parroquial de Arriondas |
En
los protocolos notariales hay disposiciones testamentarias de todo
tipo, generalmente muy minuciosas en sus providencias, cláusulas y
condiciones. Haremos referencia a mortajas, ceremonial de los entierros y
sepulturas. En el primer caso hay especificaciones concisas para que
-llegada la hora de la muerte- se amortajase al interesado según su
dictado y convicciones. Algunos indican su deseo de ser amortajados con
el humilde hábito o sayal franciscano, el dominico y -los menos- el
benedictino; en el caso de las mujeres suele solicitarse también el
carmelitano. En algún caso sería por manifestar una austeridad al final
de sus días que, tal vez, no había llevado en vida. Consideraban estas
mortajas como un aval que les ayudase a salvar sus almas en aquellos
siglos de profunda religiosidad. Bien es cierto que la gran mayoría no
dispuso nada en cuanto a su amortajamiento o lo dejaron a libre
disposición de su familia. Los pobres eran habitualmente envueltos en
una sencilla sábana -si es que la tenían-, pues en el caso de Melchor
Pérez, de San Martín de Cuadroveña -año 1699- se lee: “…y como no
disponía de nada, un vezino cubriole con un lienzo suyo, hízolo en el
Nombre de Dios y de la sienpre gloriosa y santissima Birjen Maria
Conzepbida sin mancha de pecado orijinal, prottetora de ttodos los
pecadores”.
En
cuanto al entierro propiamente dicho solía seguirse la pragmática de
Felipe V según la cual no podían utilizarse telas ni colores
sobresalientes en seda, sino paños y galones negros o morados con el fin
de manifestar “el origen de mayor tristeza”. Los acompañamientos en los
entierros se establecían en varios niveles: sacerdotes, cofradías,
pobres y otros cercanos al difunto o a su familia. Según la clase social
a la que perteneciese el finado podían asistir a sus exequias entre
tres y doce sacerdotes. Además las cofradías solían tener un sacerdote o
religioso como director espiritual, el cual presidía la cofradía en el
entierro si el difunto había pertenecido a la misma. Este detalle de
asistencia de cofradías a las inhumaciones llegó hasta la década de los
años 60 del pasado siglo XX -como pudimos ver en Arriondas-, y eran las
encargadas de portar su estandarte distintivo, así como el féretro en
alguna ocasión. Todas estas manifestaciones exteriores entraron en
crisis y fueron desapareciendo; de alguna manera podría entenderse como
un regreso a la esencia racional de la religión, abandonando parte del
aparato exterior que la acompañaba. Asimismo era muy curioso el llamado
cortejo de pobres que acudía al entierro, una mezcla de ostentación por
parte de las familias con dinero -por el número de limosnas que había
que darles- con una especie de piedad por los más necesitados. Es como
si el pudiente fallecido necesitase las oraciones de aquellos pobres
-evangélicamente más cercanos a Dios-, y sus servicios se pagaban con
limosnas o alimentos, o ambas cosas.
Hay
que imaginarse que aquella era una vida sin prisas y que estos detalles
se cuidaban y preparaban minuciosamente. Tan sin prisas que consta cómo
el rey Fernando VI falleció el 10 de agosto de 1759 y la noticia no
llegó a Asturias hasta el 4 de septiembre, teniendo lugar sus exequias
en la catedral ovetense el 1 de octubre.
Algunas
familias -que no disponían de liquidez económica- se veían obligadas a
vender parte de su patrimonio para hacer frente a los gastos originados
por las exequias fúnebres de algún familiar. Según los protocolos
notariales era casi la mitad de la población la que se preocupaba de
dejar disposiciones para que se celebrasen misas por su alma, o dejaban
el encargo a sus albaceas o familiares.
En
el Sínodo Diocesano de Oviedo de 1769 se estipulaba el tipo de
funerales a celebrar que podían ser: menores, regulares y mayores; según
el número de curas, diáconos, responsos, sermones, o que fuese misa
rezada, cantada, etc.
En
nuestros días está comúnmente aceptada en las esquelas mortuorias la
expresión “después de haber recibido los Santos Sacramentos y la
Bendición Apostólica”, haciendo referencia a que éstos se le
administraron al fallecido antes de su óbito; bien es verdad que -como
no se especifica cuánto tiempo antes- no serán pocos los casos en los
que la última vez que recibieron dichos sacramentos puede haber ocurrido
el día de su boda, y hasta el de su primera comunión… No era ese el
caso en siglos pasados, donde si no había recibido sacramentos quedaba
anotado por el cura de su parroquia en el libro de defunciones. Así, en
1780, el cura párroco de Castiello -en nuestro Concejo de Parres- anotó:
“Felipe Villaverde de Diego vezino desta Parrochia no recivio los
Sanctos Sacramentos de la Penitencia ni Eucharistia, por haverlo hallado
muerto en los Montes de Sebares”.
Cementerio de Arriondas. |
Duró
siglos la costumbre de que nobles, hidalgos y pudientes buscasen
sepultura dentro de los templos. El gran Jovellanos, en su testamento de
1795, dejó estipulado: “En cuanto a entierro, si durase la bárbara y
nociva costumbre de hacerle en las iglesias, vaya mi cuerpo a la
parroquia, pero quiero que, si es posible, se obtenga licencia del
ordinario y la justicia real para un enterramiento particular. Si se
consiguiere, cómprese el hórreo de don Cosme Sánchez, y se me ponga en
aquel sitio, contiguo al Instituto, después de bendito y cerrado”.
En Arriondas los primeros enterramientos de los que queda constancia
datan de 1686. El primitivo cementerio se amplió con varias donaciones,
entre las que se encuentra una curiosa que quedó anotada de esta forma:
“doña Vicenta Peláez, de Beloncio, con motivo de haber fallecido debajo
de un corredor de Cuadroveña su padre José Peláez que venía de llevar
una hija a un colegio de Santander, donó para ampliar el cementerio diez
mil reales”.
La actual necrópolis parraguesa se amplió al menos dos veces. La
primera en 1909 y, después, en 1955 -cuando tenía 1.300 m2- y se le
añadieron 3.859 m2 más del mejor terreno de los mansos parroquiales.
Pasados cincuenta y siete años no precisa de más ampliaciones en varios
lustros.
Francisco José Rozada Martínez
Cronista oficial de Parres
Publicado en La Nueva España el jueves 29 de noviembre (pg 15 edición del oriente)
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